24 de febrero de 2015

ESPEJISMO



ESPEJISMO



La forma habitual en que se vive no es para mí.
Podría en algún sentido haber sido de otra manera y resultado ser bueno para mí, pero el lote vino completo. Un no que es un no. Puedo verme en el justo minuto en que descubrí que mi carrera universitaria había dejado de ser objeto, siquiera secundario, de mi vidorra. La noticia me trajo autenticidad; pero eso fue después, mucho después de dar cien mil cabezazos contra la pared considerando que carecer de proyecto disipaba mi proyección. También yo era un ser convencional en mi mocedad. Dejé de serlo entonces. En ese minuto tomó forma delante mí un desierto sin excusas, rotundo, con todas sus consecuencias. Inacabable. Inasumible. Y así sentí… Porque se presentó delante de mí un desierto inacabable y en él todos los espejismos residían en mirar atrás. Llevado sin remedio a peregrinar. Sean cuales y cuantas sean las desventuras que sobrevengan de un descubrimiento así, yo lo sé bien, se hace imposible permanecer en la dirección rechazada. Así crece la oposición de los falsos caminos al ácrata que participa de otros propósitos. O viceversa.

Ocurrió un día concreto en los jardines del Ágora de la Universidad Politécnica de Valencia; ocurrió, idea filosofal, sobre cuatro rectángulos de césped inclinados a modo de pirámide invertida, de tal disposición que convergerían en un lago cuadrado de haberlo habido en su centro, que no lo había. El lugar tenía la belleza de que uno la dotara: quizás la de un areópago donde alumbrar discusiones sobre ideas científicas y la estética que componen con el todo; tal vez la de un vórtice donde las complicaciones tecnológicas después de engullidas formasen en falanges de simplicidad, un lugar de reflexión y síntesis, parada y aliento. Pero faltaban los cipreses y un bosque de cemento en corrupta demasía circundaba los jardines. En lugar de un lago, ocupaba el centro una representación de gran tamaño sobre fondo verde del escudo de la universidad. Lucía el primer sol veraniego, no había un metro cuadrado de sombra sobre el lugar. Estudiantes con camisetas de manga corta estaban allí, sentados a la india o recostados, pulsando teclas de sus calculadoras, enfrascados en sus libros y apuntes. También yo estaba allí, queriendo disfrutar la ilusión del césped, el sol, el aire y el azul del cielo de Sorolla.

No obstante, la sempiterna inquietud que naciera en sintonía sospechosa con mi matrícula en la universidad atacaba de nuevo. La brisa del mar traía a mis sentidos todas las delicias del verano: sus promesas de desenfado, fiestas, chicas, playa, terrazas, paseos en el ocaso, lecturas, baños nocturnos… pero también insinuaba una burla cruel: quedaban dos largos meses para disfrutar lo que físicamente podría disfrutarse ya. Podría… ¿podía? De entre todos los estudiantes por allí dispersos solo yo parecía darme cuenta, no puede asegurarlo. Todos recibían como mendigos sin fantasías lo que se les ofrecía, los beneficios de aquel calor de finales de abril. En este momento y lugar nuestras ambiciones se hicieron irreconciliables y no he vuelto yo a sentir sinceros mis intentos de volver al redil.

Quizá, y sólo recientemente, he llegado a asumir plenamente un desamor de veinte años. Como una recaída en un compromiso de boda que se consuma por costumbre, años más tarde retomé la carrera y la terminé. Por tener algo. Y años más tarde de esos años más tarde, entregué el proyecto final y obtuve el título. Otra recaída convencional. Ha sido necesario: tantas veces se disfraza de “no se quiere” lo que no se puede. Una exigencia de vuelta, una revolución elástica que regresaba desde su extremo destructivo hacia el piélago de la tranquilidad, removió cosas que creía superadas. Y ahora sí: no quiero lo que sí puedo.

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