19 de febrero de 2015

CÓLERA



CÓLERA Y MIEDO

Hay días que no soporto el vacío un minuto más. Entonces una cólera tremenda se apodera de mí; imagino ser un cuatrero exaltado por el whisky saliendo a tiros a través de la puerta del bar, repartiendo por las aceras cadáveres bendecidos con salpicones de mi propia sangre. Nadie puede intimidarme entonces: tengo mi cólera. Sin embargo, temo ese vacío que anuncia que nada estoy haciendo con mi vida. Vivir, mal o bien -¿qué coño es eso?-, se me hace insípido y terrible a la sombra del ostracismo. El aburrimiento que yace bajo el palio de la renuncia al coraje me llena de rencor propio. Recela de ti mismo por pasatiempo intelectual  y acabarás transformando tu hipocondría en una enfermedad moral; degenerarás incurable. Era todo más sencillo…pero, ¿cómo era? ¿Cómo me reía de las cosas? ¿Cómo silbaba en mis oídos la aventura mientras recogía mi petate? ¿Dónde  puse la inconsciencia, ostias? 

Deseo esa inconsciencia como busca el asmático con ojos desorbitados su aerosol: por respirar de nuevo el aire incorrupto que corría por las veredas que no tenían fin; por volver a ser el que se tenía por primer hombre libre de vejez. Aquello no era inocencia, era la determinación del joven, justo la que necesitaba para escoger o adentrarme en no supe bien qué camino inexplorado; porque yo no tenía una idea consciente sobre el camino en que finalmente me adentré, dejando que fuese el azar algo guiado a bofetones, burdas indicaciones de mi alma juvenil, el que me revelase las sinecuras del paisaje. Viajo sin mapas, bautizando los lugares a discreción, con una toponimia singular que a nadie va a servir cuando yo muera. Quería no arrastrar a nadie en mi experimento y aventura. Pronto, con la energía desplegada en mi primera edad adulta, hice del campo a través mi deporte; de los principios mi brújula. Acepté como prueba de sabiduría vivir así, trazando un camino entre densas aliagas, mientras el norte que me servía de guía era para mí memoria y razón, misterio y porvenir. Tal vez porque como idealista con alma de aventurero, como hombre sin horario que llega siempre al minuto siguiente de salir el tren, estuve desde el comienzo condenado a defender que es mi libertad y no mi merecimiento vivir así, en perpetuo vagar. Y aunque ya escucho el eco del suelo al que imprequé, deseo seguir siendo así. ¿Dónde  puse la inconsciencia? A sus trescientos cuarenta  metros por segundo le digo al sonido que viene:
-Ruido, ¡yo te dije…!- no voy a arrepentirme. Y más para mí:
-Es sólo miedo.

Sólo es miedo. El abismo, indiferente, me escucha. Pero yo tengo mi cólera.

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