ATARDECER DE
CINEXIN
Yo me enamoro de nuevo, y es pensando los recuerdos imborrables que éstos crecen
salvando la brecha de los años. Así me pienso en dos vidas distintas; una en
que era todo lo que era y otra en que soy en parte lo que quisiera ser. Es amor
a mi infancia, es el amor de mi infancia, mi primer amor. Al pensar así, vuelvo
a un atardecer real que se grabó en mi sueño y ascendió onírico a mis pupilas.
Sólo he de cerrar los ojos e invocarlo para que el cinexin proyecte en el
reverso de mis párpados aquel atardecer que sueño primero y último. No quiero
otro. La niñez busca momentos de
soledad. También en eso es pionera en nuestra vida la primera vida. Los necesita, lo sabe; y cuando lo sabe lo sabe bien. En sus minutos anticipa en forma inocente lo
verdaderamente importante de la vida, la vida desnuda sin los adjetivos
groseros de la experiencia.
Caminaba, remontando
suavemente hacia una pared de roca oscura que veía al fondo, muy troceada entre
los troncos gruesos del encinar, bajo la frondosidad de las copas. Atardecía. Iba
solo. Tenía diez años. Avanzaba entre las encinas, disfrutando del crepitar de
las hojas bajo mis botas y de la naturalidad de los demás silencios. Los rayos
de sol penetraban como un sinfín de punteros láseres naturales por entre el
follaje, encendiendo relieves de polvo suspendido a su paso, edificando
estalagmitas de luz sobre la hojarasca de las encinas en el suelo. Al cabo
llegué así hasta la pared de roca, maravillado por la vidriera que los halos de
partículas en movimiento tridimensional dibujaban en el vacío sin sotobosque:
espirales, aceleraciones, formaciones repentinas, desapariciones súbitas tras las columnas
arbóreas, caprichos geométricos o caóticos que dan fe de disposiciones
invisibles…
Subir a los
árboles era coser y cantar para mí. Me decidí por una encina inclinada hacia la
pared y subí y subí, ascendiendo el áspero tronco apoyándome en las ramas
horizontales que en seguida torcían hacia el cielo. De pronto broté en la
claridad; el sol poniente a mi espalda iluminaba la roca. Sólo en la catedral
de Santiago he vuelto a ver ese color verduzco de los siglos; los líquenes vestían
la piedra con el lino inconfundible de aquella naturaleza. Giré mi cuello y me
acomodé en un saliente de la pared y quedé sin aliento. Pocas veces puedes
conmoverte así…Las copas de las encinas tendidas en la ladera suave aterrizaban
invisibles sobre el Tajo. Encajonado entre cortados de pizarra, en sus aguas se
fundían la calima y la atmósfera incendiada, el último sol naranja, el puente
que abandonaba el paraíso con su carretera hacia el exilio, el encinar y todo
lo que había conocido.
Nos íbamos
de allí, dejábamos Extremadura. Quise retener mi primer amor y no pude, pero ese
es mi atardecer, el que guardo en el cinexin. No quiero otro.
FIN
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