19 de julio de 2015

ATARDECER DE CINEXIN



ATARDECER DE CINEXIN


Yo me enamoro de nuevo, y es pensando los recuerdos imborrables que éstos crecen salvando la brecha de los años. Así me pienso en dos vidas distintas; una en que era todo lo que era y otra en que soy en parte lo que quisiera ser. Es amor a mi infancia, es el amor de mi infancia, mi primer amor. Al pensar así, vuelvo a un atardecer real que se grabó en mi sueño y ascendió onírico a mis pupilas. Sólo he de cerrar los ojos e invocarlo para que el cinexin proyecte en el reverso de mis párpados aquel atardecer que sueño primero y último. No quiero otro. La niñez busca momentos de soledad. También en eso es pionera en nuestra vida la primera vida. Los necesita, lo sabe; y cuando lo sabe lo sabe bien. En sus minutos anticipa en forma inocente lo verdaderamente importante de la vida, la vida desnuda sin los adjetivos groseros de la experiencia.
Caminaba, remontando suavemente hacia una pared de roca oscura que veía al fondo, muy troceada entre los troncos gruesos del encinar, bajo la frondosidad de las copas. Atardecía. Iba solo. Tenía diez años. Avanzaba entre las encinas, disfrutando del crepitar de las hojas bajo mis botas y de la naturalidad de los demás silencios. Los rayos de sol penetraban como un sinfín de punteros láseres naturales por entre el follaje, encendiendo relieves de polvo suspendido a su paso, edificando estalagmitas de luz sobre la hojarasca de las encinas en el suelo. Al cabo llegué así hasta la pared de roca, maravillado por la vidriera que los halos de partículas en movimiento tridimensional dibujaban en el vacío sin sotobosque: espirales, aceleraciones, formaciones repentinas,  desapariciones súbitas tras las columnas arbóreas, caprichos geométricos o caóticos que dan fe de disposiciones invisibles…
Subir a los árboles era coser y cantar para mí. Me decidí por una encina inclinada hacia la pared y subí y subí, ascendiendo el áspero tronco apoyándome en las ramas horizontales que en seguida torcían hacia el cielo. De pronto broté en la claridad; el sol poniente a mi espalda iluminaba la roca. Sólo en la catedral de Santiago he vuelto a ver ese color verduzco de los siglos; los líquenes vestían la piedra con el lino inconfundible de aquella naturaleza. Giré mi cuello y me acomodé en un saliente de la pared y quedé sin aliento. Pocas veces puedes conmoverte así…Las copas de las encinas tendidas en la ladera suave aterrizaban invisibles sobre el Tajo. Encajonado entre cortados de pizarra, en sus aguas se fundían la calima y la atmósfera incendiada, el último sol naranja, el puente que abandonaba el paraíso con su carretera hacia el exilio, el encinar y todo lo que había conocido.
Nos íbamos de allí, dejábamos Extremadura. Quise retener mi primer amor y no pude, pero ese es mi atardecer, el que guardo en el cinexin. No quiero otro.

FIN

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