9 de septiembre de 2014

MI ABUELO






Tiene unas manos titánicas de levantar altas paredes verticales de piedra para ganar un pequeño bancal dónde sembrar patatas. Verlo es un asombro continuo. Hormas; hoy son patrimonio de la humanidad, un monumento al trabajo durísimo por la supervivencia. Lo característico de él es su ímpetu inquebrantable. Justo y duro, noble. Hombre de roca. No se vende. Vive una fiesta hacia dentro al contemplar la cosecha, al burlar a las tormentas y esquivar los granizos. Oye el ulular del aire cóncavo de las lomas kársticas, búho que caza en el universo aéreo inmediato al suelo. Lobo solitario por las heridas del alma en una guerra. Su mundo no se reduce en los demás, se expande sin ellos. Dueño por derecho de una atmósfera ahíta de eras, de tiempos y tiempos inmemoriales que chocan contra la eterna roca del Maestrazgo arrancando, pacientes, fina arena que viaja lejos, a las tierras nuevas del delta. Humano insuperable, sabio sin letras, vive muy por encima del miedo. No sabe halagar pero sabe querer. Canta sus canciones al cálido juego de luces de su humilde lumbre con un solo acorde de guitarra. En un solo acorde cabe todo su infinito mundo. Todo es uno, dice. Sonríe a su ojito derecho, siete años, que camina con él de madrugada en armonía sin igual de padre e hijo, azada en mano, para cavar las eras del Tosal, a tan solo seis kilómetros del pueblo. Se extasía ante los relatos al fuego que su hijo lee. Presume en las Masías remotas mientras seres taciturnos, silenciosos y bestias naturales se congregan en torno al fuego para escuchar los Episodios Nacionales de Galdós que lee aquel niño, mi padre, Ezequiel.
Abuelo, eres imperecedero.
Por eso te recuerdo en presente. Hasta en el nombre. Ezequiel.


MI ABUELO EZEQUIEL.








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