ESPEJISMO
La forma
habitual en que se vive no es para mí.
Podría en
algún sentido haber sido de otra manera y resultado ser bueno para mí, pero el
lote vino completo. Un no que es un no. Puedo verme en el justo minuto en que descubrí
que mi carrera universitaria había dejado de ser objeto, siquiera secundario,
de mi vidorra. La noticia me trajo autenticidad; pero eso fue después, mucho
después de dar cien mil cabezazos contra la pared considerando que carecer de
proyecto disipaba mi proyección. También yo era un ser convencional en mi
mocedad. Dejé de serlo entonces. En ese minuto tomó forma delante mí un
desierto sin excusas, rotundo, con todas sus consecuencias. Inacabable.
Inasumible. Y así sentí… Porque se
presentó delante de mí un desierto inacabable y en él todos los espejismos
residían en mirar atrás. Llevado sin remedio a peregrinar. Sean cuales y
cuantas sean las desventuras que sobrevengan de un descubrimiento así, yo lo sé
bien, se hace imposible permanecer en la dirección rechazada. Así crece la
oposición de los falsos caminos al ácrata que participa de otros propósitos. O
viceversa.
Ocurrió un
día concreto en los jardines del Ágora de la Universidad Politécnica de
Valencia; ocurrió, idea filosofal, sobre cuatro rectángulos de césped
inclinados a modo de pirámide invertida, de tal disposición que convergerían en
un lago cuadrado de haberlo habido en su centro, que no lo había. El lugar
tenía la belleza de que uno la dotara: quizás la de un areópago donde alumbrar
discusiones sobre ideas científicas y la estética que componen con el todo; tal
vez la de un vórtice donde las complicaciones tecnológicas después de
engullidas formasen en falanges de simplicidad, un lugar de reflexión y
síntesis, parada y aliento. Pero faltaban los cipreses y un bosque de cemento
en corrupta demasía circundaba los jardines. En lugar de un lago, ocupaba el
centro una representación de gran tamaño sobre fondo verde del escudo de la
universidad. Lucía el primer sol veraniego, no había un metro cuadrado de
sombra sobre el lugar. Estudiantes con camisetas de manga corta estaban allí,
sentados a la india o recostados, pulsando teclas de sus calculadoras,
enfrascados en sus libros y apuntes. También yo estaba allí, queriendo
disfrutar la ilusión del césped, el sol, el aire y el azul del cielo de
Sorolla.
No obstante,
la sempiterna inquietud que naciera en sintonía sospechosa con mi matrícula en
la universidad atacaba de nuevo. La brisa del mar traía a mis sentidos todas
las delicias del verano: sus promesas de desenfado, fiestas, chicas, playa,
terrazas, paseos en el ocaso, lecturas, baños nocturnos… pero también insinuaba
una burla cruel: quedaban dos largos meses para disfrutar lo que físicamente
podría disfrutarse ya. Podría… ¿podía?
De entre todos los estudiantes por allí dispersos solo yo parecía darme cuenta,
no puede asegurarlo. Todos recibían como mendigos sin fantasías lo que se les
ofrecía, los beneficios de aquel calor de finales de abril. En este momento y
lugar nuestras ambiciones se hicieron irreconciliables y no he vuelto yo a
sentir sinceros mis intentos de volver al redil.
Quizá, y
sólo recientemente, he llegado a asumir plenamente un desamor de veinte años.
Como una recaída en un compromiso de boda que se consuma por costumbre, años
más tarde retomé la carrera y la terminé. Por
tener algo. Y años más tarde de esos años más tarde, entregué el proyecto
final y obtuve el título. Otra recaída convencional. Ha sido necesario: tantas
veces se disfraza de “no se quiere” lo que no se puede. Una exigencia de
vuelta, una revolución elástica que regresaba desde su extremo destructivo
hacia el piélago de la tranquilidad, removió cosas que creía superadas. Y ahora
sí: no quiero lo que sí puedo.
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