CÓLERA Y MIEDO
Hay días que no soporto
el vacío un minuto más. Entonces una cólera tremenda se apodera de mí; imagino
ser un cuatrero exaltado por el whisky saliendo a tiros a través de la puerta
del bar, repartiendo por las aceras cadáveres bendecidos con salpicones de mi
propia sangre. Nadie puede intimidarme entonces: tengo mi cólera. Sin embargo,
temo ese vacío que anuncia que nada estoy haciendo con mi vida. Vivir, mal o
bien -¿qué coño es eso?-, se me hace insípido y terrible a la sombra del
ostracismo. El aburrimiento que yace bajo el palio de la renuncia al coraje me
llena de rencor propio. Recela de ti mismo por pasatiempo intelectual y acabarás transformando tu hipocondría en
una enfermedad moral; degenerarás incurable. Era todo más sencillo…pero, ¿cómo
era? ¿Cómo me reía de las cosas? ¿Cómo silbaba en mis oídos la aventura
mientras recogía mi petate? ¿Dónde puse
la inconsciencia, ostias?
Deseo esa inconsciencia
como busca el asmático con ojos desorbitados su aerosol: por respirar de nuevo
el aire incorrupto que corría por las veredas que no tenían fin; por volver a
ser el que se tenía por primer hombre libre de vejez. Aquello no era inocencia,
era la determinación del joven, justo la que necesitaba para escoger o adentrarme
en no supe bien qué camino inexplorado; porque yo no tenía una idea consciente
sobre el camino en que finalmente me adentré, dejando que fuese el azar algo
guiado a bofetones, burdas indicaciones de mi alma juvenil, el que me revelase
las sinecuras del paisaje. Viajo sin mapas, bautizando los lugares a discreción,
con una toponimia singular que a nadie va a servir cuando yo muera. Quería no
arrastrar a nadie en mi experimento y aventura. Pronto, con la energía
desplegada en mi primera edad adulta, hice del campo a través mi deporte; de
los principios mi brújula. Acepté como prueba de sabiduría vivir así, trazando
un camino entre densas aliagas, mientras el norte que me servía de guía era
para mí memoria y razón, misterio y porvenir. Tal vez porque como idealista con
alma de aventurero, como hombre sin horario que llega siempre al minuto
siguiente de salir el tren, estuve desde el comienzo condenado a defender que
es mi libertad y no mi merecimiento vivir así, en perpetuo vagar. Y aunque ya escucho
el eco del suelo al que imprequé, deseo seguir siendo así. ¿Dónde puse
la inconsciencia? A sus trescientos
cuarenta metros por segundo le digo al
sonido que viene:
-Ruido, ¡yo te dije…!- no
voy a arrepentirme. Y más para mí:
-Es sólo miedo.
Sólo es miedo. El
abismo, indiferente, me escucha. Pero yo tengo mi cólera.
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