Me fui tres
días hace unos días. Esos tres días que pasé fuera parecen algunos más. Preocupado
terrenal y torpemente como estaba (conocedor de mi preocupación concreta) por
el vértigo egoísta de no saber si sabré o podré mañana, pasado mañana, dentro
de un año, escribir. Diciéndome que no importaba, partí sin otra expectativa que
la de abstraerme un momento del vértigo. Si acaso, entretanto, que un azar virase
el eje magnético de la Tierra y con el giro cambiase mi perspectiva. Pero sí
importaba, ya lo creo. De todos modos, ¿qué podía yo hacer al respecto sino
banalizar la cuestión?
Gran
cantidad de cosas ocurren cuando nos dejamos flotar un momento, pero probablemente
ignoramos que son las cosas que sondean en la esperanza- espíritu imperecedero-
que flota junto a nosotros (mi propia esperanza) las que llamamos cosas
casuales, casualidades justo porque las
pensamos como casualidades, el fruto sorprendente de la inconsciencia. Hay un
sentido de búsqueda del inconsciente en la meditación, en dejar la mente en
blanco, en dejarse ir. Tengo mis reservas sobre que tal estado de vacío sea
idéntico al no buscado voluntariamente o a conciencia; uno no encuentra al inconsciente, muy al contrario, es abordado por él, tiene noticia de él. Porque, si es voluntario, ¿cómo
tenerlo por abandono? No pienso al animal burlón que se desvanece tras la mata ahíto de la bendita
paciencia de esperar que estemos listos para apresarlo. Demasiada ventaja nos
da el misterio si deja de serlo, no lo pensemos. En fin, volviendo al misterio,
sagrado misterio, me sorprende vigorosamente toda vez que asoma el fruto de la inconsciencia,
la experiencia insistida del obrar del inconsciente, el burlón animal de
nuestra historia. En el sueño, en el cansancio, en el hastío, en la retirada al
piélago tranquilo, en el despiste y en el extravío involuntario actúa sobre el
entendimiento el inconsciente. Es el instinto del espíritu tan distinto al instinto
de la carne y sin embargo tan íntimo y bestia el uno como el otro, ambos recluidos en
una danza de imposible disociación en un puente colgado en el abismo.
Verás, viene
sucediendo desde que aprendí a no esperarlo todo de la corta previsión y a no
desesperar anticipando un desastre donde hay tan solo un fracaso; cuando, sito ya
en otras coordenadas -otro cinismo- concibo la urgencia sin su plazo confederado.
Es entonces que doy, cuando suena la campana, como sin quererlo o buscarlo, bien
por un medio que el subconsciente tan conectado a lo indefinido con palabras, bien
a través de un mediador, doy, digo, con el resorte secreto; las más de las
veces con el libro preciso. Diría que en el entorno adecuado (y el entorno en absoluto lo es), en el bien buscado y
preparado paisaje de soledad donde el autoengaño tiene poco que trabajar,
conspiran el dato y la mente. Más que con la unidad de los días me sucede con
las propias horas del día: algunas horas son muy largas, otras vuelan en
comparación: tanto tiempo nada pasa y en tan poco pasa tanto…
Leyendo este
libro, el preciso de este y para este momento, El lobo estepario, que en cierto modo parece escrito para hombres
como yo, para tipos como yo, he anotado como destacado o, por mejor decirlo, he
caído en la cuenta de algo que deserta presto y olvidadizo a la menor
oportunidad. Toda expresión tiene un destinatario: saliendo de sí, la onda
exploratoria, el mensaje, hace el ensayo radar que nos devuelve la naturaleza
del entorno, ya quiera que sea éste un radicalmente vacío. El protagonista,
Harry Haller, deja un legajo en la casa burguesa donde se aloja con unas indicaciones detalladas adjuntas: puede hacer el destinatario (otro inquilino de la casa
pulcra y convencional, del confort autocomplaciente de hombre domesticado) lo
que quiera y considere con el manuscrito. Es un momento clave. En ese entonces pensé:"joder,
¿queda alguien honesto que escribe para sí, para su presente, no para gustarse
mañana sino para pasar la página de hoy...para la propia impresión del presente
angustioso que es todo cuanto hay? ¿Es el presente todo cuanto hay? Entonces es
menester abandonar impresa la crónica del hoy que a la madrugada deja ya de
importar, para no conmoverse más con ello; la angustia reclama escribir para
que lea la hoguera… ¿Y qué cosa es volver a ello mañana, a lo mismo con un
nuevo matiz...para no trascender como escritor siquiera, desesperado lobo
estepario, sino dar vueltas furibundas y debatirse hasta la extenuación en pos
de encontrarse uno mismo en el punto de la fuga?”
Sin
embargo es una ilusión, pura ilusión del escritor que él mismo no habrá de
confesar sinceramente, tal como la que sufre el protagonista en su espera única,
sola- y ya en tanto que espera, esperanza sospechada en vano- de reunir coraje
y determinación para recorrer la última
etapa, la que le llevará con los inmortales. Y es pura ilusión del escritor
porque se vale Herman Hesse de la cuarta musa Harry Haller para alcanzar su arque-afán intrascendente –él como
escritor no puede dejar de trascender-: ¿cómo, si es escritor? Imposible acallar
el por qué del por qué del por qué y mil veces por qué con la insatisfacción
total de no recibir respuesta. Si tiene que haberla, ¿será que la hay? ¿No será
que el desamparo como forma íntima de vivir el mundo se filtra en nuestro
sentido del más allá? El clima de la vida tiene su fruto en el alma. De puro sí
mismo es incapaz Hesse, gran suerte para nosotros, de cubrir con cien mantas su
brillo como acontece al desesperado en tapar su boca para no clamar contra el
silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario