LA TELEVISIÓN Y EL SILLÓN
Estaban la televisión y el sillón, uno frente a
otro, dominando todo el espacio y contemplándose como dos contrincantes. Quiero
describir la escena: la disposición de los muebles del salón nos dice de la
forma de ocupar de sus habitantes, del estilo de vida, de la importancia que se
le da, hasta de la provisionalidad del que espera tiempos mejores; los sillones
ocupan lugares preeminentes dentro de estar sujetos a la distribución del
mobiliario. Pero no es mi escena.
En esta historia el sillón no era un sillón de los
días cotidianos. Había adquirido anchura en las orejas y estrechez en la
cintura; su figura se había agrandado de forma que sus musculosos contornos sombreaban
con latidos sinuosos, vigorosos y pulsantes, el techo y las paredes blancas; y
sin embargo absorbía las noticias opresivas que escupía la televisión
como presto a estremecerse en llanto a la frecuencia del silencio que lo
atenazaba.
Nunca lo había visto así, encadenado a la noticia y tan absorto e
intenso; el espacio menguó. 1975. Los demás muebles, las sillas, una mesita de
revistas y algunos cuadros eran en el drama cosas absurdas, manchas, noticias
insulsas de la rutina.
De la televisión nada vi, salvo el parpadeo de claroscuros. Oía una voz de tono histórico, no sé de quién, y sonaba luctuosa y dolida, lenta como una tarde extremeña de julio. Claro, que no era verano. Un muelle crujió y en mi mente fue una cigarra que cantaba como en la fábula de La Fontaine, como en mi tierra, y el sillón se oscureció y los destellos de la televisión se detuvieron en el blanco, el sillón de terciopelo marrón empezó a temblar y llegó el frío. No cantaba ya la cigarra, y fue entonces que grabé en mi mente la debilidad de todos los sillones, la fragilidad de mi universo.
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