Tiene unas
manos titánicas de levantar altas paredes verticales de piedra para ganar un
pequeño bancal dónde sembrar patatas. Verlo es un asombro continuo. Hormas; hoy
son patrimonio de la humanidad, un monumento al trabajo durísimo por la
supervivencia. Lo característico de él es su ímpetu inquebrantable. Justo y
duro, noble. Hombre de roca. No se vende. Vive una fiesta hacia dentro al
contemplar la cosecha, al burlar a las tormentas y esquivar los granizos. Oye
el ulular del aire cóncavo de las lomas kársticas, búho que caza en el universo
aéreo inmediato al suelo. Lobo solitario por las heridas del alma en una
guerra. Su mundo no se reduce en los demás, se expande sin ellos. Dueño por
derecho de una atmósfera ahíta de eras, de tiempos y tiempos inmemoriales que
chocan contra la eterna roca del Maestrazgo arrancando, pacientes, fina arena
que viaja lejos, a las tierras nuevas del delta. Humano insuperable, sabio sin
letras, vive muy por encima del miedo. No sabe halagar pero sabe querer. Canta
sus canciones al cálido juego de luces de su humilde lumbre con un solo acorde
de guitarra. En un solo acorde cabe todo su infinito mundo. Todo es uno, dice.
Sonríe a su ojito derecho, siete años, que camina con él de madrugada en
armonía sin igual de padre e hijo, azada en mano, para cavar las eras del
Tosal, a tan solo seis kilómetros del pueblo. Se extasía ante los relatos al
fuego que su hijo lee. Presume en las Masías remotas mientras seres taciturnos,
silenciosos y bestias naturales se congregan en torno al fuego para escuchar
los Episodios Nacionales de Galdós que lee aquel niño, mi padre, Ezequiel.
Abuelo, eres
imperecedero.
Por eso te
recuerdo en presente. Hasta en el nombre. Ezequiel.
MI ABUELO
EZEQUIEL.
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